Los tiempos convulsionados que actualmente vive el mundo han hecho que durante gran parte de lo que lleva el siglo XXI millones de personas se vean forzadas a dejar sus lugares de origen, ya sea dentro de sus mismos países o fuera de ellos. Cualquiera sea la situación, la migración y el desplazamiento de personas es un tema que cada vez más se posiciona en las agendas públicas y discusiones políticas, entre los Estados o entre la sociedad civil organizada.
Los hechos más recientes que han puesto en boga este asunto son la crisis humanitaria en Siria provocada por la guerra; ciudadanos y ciudadanas provenientes de países africanos que al querer cruzar el Mediterráneo ponen en riesgos sus vidas y el endurecimiento de las políticas migratorias que el nuevo gobierno de los Estados Unidos, en cabeza de Donald Trump, ha impuesto en menos de dos meses de estar en el Salón Oval. Esos son sólo algunos ejemplos que nos muestran que la migración está más vigente que nunca como problemática global.
Pese a que migrar está casi en el ADN de la humanidad y que es uno de los factores por los cuales las sociedades se transforman y desarrollan, ha sido vista en muchas ocasiones de nuestra historia como un factor externo de inseguridad para las naciones, en más de un aspecto. Despojando al migrante de su valor intrínseco como ser humano, de sus derechos humanos.
La persona que migra no deja atrás sus derechos cuando sale de su lugar de origen. La Declaración Universal de los Derechos Humanos en sus artículos 13 y 14 reivindica claramente el derecho de las personas a moverse libremente y a buscar refugio y asilo en casos extremos donde su vida corre peligro. Asimismo, diversos tratados internacionales, firmados y ratificados por casi todos los países del mundo, reconocen que el migrante es un sujeto de derechos y que no puede ser tratado de otra manera, sobre todo cuando se trata de situaciones vulnerables.
Por lo anterior, es que las últimas medidas tomadas por el nuevo gobierno estadounidense generan preocupación, porque no sólo conllevan a una estigmatización del sujeto migrante sino también al incumplimiento de sus obligaciones como Estado. Así lo manifiesta, por ejemplo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en un comunicado fechado el 1 de febrero de 2017 cuando advierte que “las medidas previstas en estas órdenes ejecutivas conllevan un alto grado de discriminación de las comunidades migrantes y grupos minoritarios, en particular las personas latinas y musulmanas o quienes sean percibidas como tales. La implementación de estas órdenes ejecutivas pone a migrantes y refugiados en grave riesgo de violación de sus derechos a la no discriminación, la libertad personal, el debido proceso, la protección judicial, la protección especial de las familias y los niños, el derecho a solicitar y recibir asilo, el principio de no devolución, la prohibición de tratos crueles, inhumanos y degradantes, la libertad de circulación, entre otros. En particular, a la Comisión le preocupa el grave riesgo en el que estas órdenes dejan a los niños y niñas no acompañadas, familias y mujeres que puedan ser devueltos a los países de los cuales huyeron, donde su vida e integridad estaban amenazadas”.
Los decretos u órdenes ejecutivas a los que se hace mención son tres específicamente: 1) El de “Mejoras a la Seguridad Fronteriza e Inmigración en Estados Unidos” y 2) de “Fortalecimiento de la Seguridad Pública en el Interior de los Estados Unidos“, firmados el 25 de enero del 2017. Dichos decretos buscan endurecer las políticas migratorias, mediante el levantamiento de un muro en la frontera entre los Estados Unidos y México. También contempla el aumento de patrullas fronterizas, agentes de migración y centros de detención en las mismas fronteras. 3) Por último está el firmado el 27 de enero llamado de “Protección a la nación de la entrada de terroristas extranjeros en los Estados Unidos”. En este documento se paraliza durante 90 días la entrada de personas, ya sean refugiadas o no, provenientes de Iraq, Irán, Libia, Siria, Sudán, Somalia y Yemen. Además, suspende durante un plazo inicial de 120 días la entrada de cualquier persona solicitante de asilo o con estatus de refugiado.
No obstante, en el mismo comunicado de la CIDH se advierte también que “la experiencia histórica demuestra que los migrantes se verán forzados a buscar rutas más peligrosas para ingresar a los Estados Unidos. La ausencia de canales legales para migrar también empujará a las personas a recurrir a traficantes de migrantes, poniendo en grave peligro su vida e integridad personal”. Es decir, la cuestión migratoria es más compleja de lo que se cree. Si bien es cierto que los Estados son soberanos en cuanto sus políticas de circulación de personas, éstas no pueden ir en contravía de las obligaciones que de antaño países como Estados Unidos, y la totalidad de las Américas, se han comprometido. Sobre todo, cuando dichas políticas y decisiones no sólo restringen la circulación de personas en situación vulnerable.
“Estos decretos violan el principio de no discriminación con base en la nacionalidad, visto que restringen el goce de derechos de manera que no se ajusta a lo estrictamente necesario en una sociedad democrática. Por otra parte, las normas tienen un impacto discriminatorio basado en la religión mayoritaria de los siete países identificados”, sentencia también por su porta el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), con base en Washigton, en un comunicado del 8 de febrero de 2017.
Por todo lo anterior, es que desde el proyecto PASCA nos sumamos al llamado que hacen tanto la CIDH, órgano principal y autónomo de la OEA y del Sistema Interamericano; la American Civil Liberties Union (ACLU); el CEJIL como otras organizaciones de la sociedad civil del continente.