Las crisis globales –sanitaria, energética, alimentaria, climática–, el incremento de la pobreza y exclusión, la violencia generalizada (particularmente la violencia contra la mujer, comunidad LGTBIQ+, defensores y defensoras de territorio indígenas y otros grupos vulnerados), además del flujo migratorio y desplazamiento forzado a raíz de condiciones precarias y pocas oportunidades, especialmente para jóvenes y mujeres, impactan sobremanera en Latinoamérica, sin que seamos la única región que sufre por estos problemas.
En paralelo, la crisis institucional política y las restricciones al espacio cívico acentuaron problemáticas que ya estaban a la vista, limitando la acción de la ciudadanía. Por otro lado, el sostenido crecimiento económico de la región en la década anterior, no ha significado un quiebre definitivo en nuestros niveles de pobreza ni de las amplias brechas de desigualdad que padecemos históricamente. Hemos evidenciado nuestras inmensas fragilidades, como países y como sociedades, al estar sumamente expuestos a las inestabilidades y crisis de origen global, que se han agregado a nuestros problemas estructurales, los cuales no han sido revertidos a pesar del ciclo de crecimiento económico que hemos experimentado.
Además, se ha acrecentado la distancia entre gobernantes y ciudadanía, provocando situaciones cada vez más comprometedoras para la vigencia de una democracia con calidad. La desconfianza que nos generan prácticamente todas las instituciones, desde Congresos, Gobiernos, hasta jueces y fiscales; desde los organismos centrales hasta los gobiernos locales; así como el avance del autoritarismo en algunos de nuestros países, son factores de fundamental preocupación en el continente.
Gran parte de esta desconfianza es producida por las malas gestiones gubernamentales, las cuales se evidencian generalmente en los escasos resultados de la implementación de políticas públicas. Estas malas prácticas se relacionan con la alta corrupción existente, la falta de inclusión de participación ciudadana, el mal uso de los recursos disponibles y la poca protección de la que gozan quienes se atreven a denunciar, sin cuidar el ejercicio de derechos.
Para la ciudadanía los malos resultados de la gestión pública y nuestra extrema exposición a situaciones de inseguridad, se debe a que, los gobiernos funcionan siguiendo objetivos propios o privados, invisibilizando conflictos de intereses y dejando de lado cualquier consideración hacia el bien común como ha ocurrido, por ejemplo, en las disputas por la propiedad de la tierra de los pueblos indígenas y afrodescendientes. Más aún, esta percepción de inseguridad e inestabilidad aumenta cuando no hay estándares adecuados de transparencia y los mecanismos de rendición de cuentas o de control ciudadano no funcionan o, simplemente, son inexistentes, además de la nula regulación del sector privado involucrado en megaproyectos.
La amenaza creciente sobre la legitimidad de las instituciones democráticas, genera desafíos que son ineludibles para los gobiernos y para la sociedad a través de sus organizaciones. La democracia debe ser fortalecida, garantizar la inclusión y el reconocimiento de identidades de la diversidad de las ciudadanías latinoamericanas incluyendo a naciones indígenas, pueblos afrodescendientes, mujeres, habitantes rurales, migrantes, personas LGBTIQ+ y sus organizaciones, actores religiosos y organizaciones basadas en fe, entre otros grupos vulnerabilizados. De igual forma, consideramos el valioso aporte de la mirada interseccional para visibilizar las distintas formas de lucha.
El fortalecimiento de la democracia también debe garantizar ejercicios amplios de diálogo y servir de marco de negociaciones para diseñar e implementar decisiones que permitan gestionar adecuadamente los impactos que genera –especialmente en los grupos más vulnerabilizados– el bajo acceso a alimentos, salud, educación, empleo, a energía suficiente y limpia, al agua potable y demás limitaciones a los derechos fundamentales.
Para ello, además de adoptar medidas para mejorar la representación política de los grupos históricamente excluidos, se debe garantizar su participación en las decisiones gubernamentales y en la implementación de las políticas públicas, así como también, fortalecer a las organizaciones de la sociedad civil, sus redes de cooperación, la promoción de su trabajo en conjunto y los espacios de participación, y concertación. La democracia debe entenderse como un proceso de continuas negociaciones y consensos entre gobernantes, instituciones y ciudadanía; debe comprenderse como un ejercicio cotidiano de búsquedas de acuerdos y, sobre todo, debe ser un sistema donde los ciudadanos y las ciudadanas se sientan incluidos y formando parte de este camino.
Desde el Foro Ciudadano de las Américas, plataforma de fortalecimiento y diálogo de la sociedad civil diversa e inclusiva, saludamos a la Asamblea OEA en su 52 versión por su compromiso con la lucha contra la desigualdad, la discriminación y la injusticia social.