Como ya se ha comentado de manera amplia y extendida en los últimos meses la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) vive hoy por hoy una de sus más profundas crisis financieras. Lo anterior, debido en gran medida a la falta de voluntad política de la mayoría de los gobiernos de la región a hacer aportes significativos para financiar uno de los sistemas de justicia continental más eficientes que tiene el mundo, a pesar de sus limitaciones.
La CIDH ha sido una instancia histórica a la cual han acudido toda clase de ciudadanos y ciudanas de las Américas para pedir especial protección de posibles violaciones a sus derechos que pudieran cometer entidades del Estado de alguno de los países miembros del Sistema Interamericano. Desde personajes políticos con amplio reconocimiento, como Leopoldo López en Venezuela o Dilma Rousseff en Brasil, hasta ciudadanos comunes y corrientes y sus familiares, como los de la masacre de Ayotzinapa o las víctimas del conflicto armado en Colombia.
Sin embargo, la evidente imparcialidad política de la CIDH ha generado ampollas en los últimos años en casi todos los países, sobre todo en algunos de sus gobiernos. Por ejemplo, es el caso de Dilma Rousseff, ahora ex presidenta de Brasil, quien 2011 criticó fuertemente las decisiones de la Comisión frente al caso del pueblo indígena de la Cuenca del Río Xingu en la región de Pará. En abril de ese año la CIDH le solicitó al gobierno de Rousseff la suspensión del proyecto hidroeléctrico en Belo Monte. Lo anterior, con el propósito de instar la realización de los procesos de consulta previa, libre e informada con las comunidades indígenas de la región, directamente afectadas por el proyecto, así como un estudio de impacto ambiental. En dicha ocasión, la Comisión decidió otorgar las medidas cautelares solicitadas a favor de los indígenas de la cuenca del río Xingu. Asimismo, le solicitó al Estado brasileño tomar medidas para proteger la vida e integridad de estos pueblos originarios.
La respuesta a dichas medidas cautelares fueron fuertes y contundentes por parte del gobierno de la entonces presidenta, Dilma Rousseff. Hizo caso omiso, arguyó soberanía y autonomía nacional, además de minimizar la legitimidad y legalidad de las decisiones de la Comisión, por cuanto decidió seguir adelante con el proyecto hidroeléctrico en cuestión.
Hoy, en 2016, el panorama de la región y de Brasil está cambiando, debido a una crisis económica que el gobierno de Dilma tuvo que sortear en los últimos dos años, así como una crisis política derivada de constantes escándalos de corrupción. Tanto cambió, que en mayo de este año el Senado tomó la decisión de suspenderla de su cargo, mientras se adelantaba un juicio político por violación de normas fiscales.
Paralelo al juicio político, varios congresistas miembros del Partido de los Trabajadores, del cual hace parte Dilma, solicitaron a la CIDH medidas cautelares, como una forma de detener el proceso, que finalmente se consumó el 31 de agosto con la destitución definitiva de Rousseff como presidenta de los brasileños.
Independientemente, de la opinión personal que se tenga sobre el impeachment en Brasil, lo anterior, nos plantea una paradoja frente al accionar de los gobiernos y sus políticos respecto a la Comisión y su papel de velar por los derechos humanos y fundamentales de todos los ciudadanos de las Américas. No es posible que por un lado, cuando la CIDH toma decisiones que afectan los intereses de los mandatarios de turno y sus proyectos sea minimizada y soslayada, y por otro, sea convocada a que se pronuncie frente a este tipo de asuntos cuando es conveniente. Por obvias, razones la Comisión siempre demandará justicia y protección frente a cualquier caso de violación flagrante de derechos, pero como ciudadanos no podemos tener un doble rasero alrededor de sus decisiones. Sobre todo, cuando se es un político y gobernante. El Sistema Interamericano de Derechos Humanos merece un trato y reconocimiento más justo y menos oportunista.
La actual crisis de la CIDH se debe en gran parte a que la mayoría de los países no se han tomado como política de Estado el financiamiento de nuestro propio sistema de justicia hemisférico, y se ha dejado a capricho de los gobiernos su estímulo y fortalecimiento.
La sociedad civil de las Américas debe exigirle a sus Estados coherencia y decisión respecto de las decisiones de la CIDH, y asimismo seguir insistiendo en la urgencia por fortalecerlo y salvarlo.