Por: Sandra Martínez Rosas y Karina Kalpschtrej – Observatorio Ciudadano de Corrupción
América Latina sabe de pandemias: la de la debilidad estructural de nuestras economías e instituciones democráticas; la de la brecha entre las garantías formales de ejercicio de derechos humanos y las pocas posibilidades reales para gozar plenamente y en condiciones de igualdad de esos derechos. Nuestras democracias formales y delegativas se mezclan con pautas culturales y culturas políticas que convierten a la “anomia boba” (Nino, 1992) – es decir, a los bajos niveles de apego a las normas – en uno de los principales mecanismos reguladores de nuestra vida en común
Latinoamérica convive hace mucho tiempo con dos pandemias que operan en la opacidad y que sólo se muestran a nuestros ojos, bajo el formato de escándalos y tragedias irreparables. Hablamos aquí de la corrupción en todas sus formas – pequeña y grande, económica, política, como extorsión sexual (Transparencia Internacional, 2019) – y de las violencias por razones de géneros, entro de las cuales, la desigualdad es una de sus facetas más insidiosa. Presenciamos de manera ubicua, la sucesión de escándalos de corrupción en nuestros países. Presenciamos dolorosa y cotidianamente, los efectos que la violencia por razones de géneros y la desigualdad tienen sobre la vida de mujeres, niñas, adolescentes, personas LGTBIQA+, a lo que se suma el refuerzo interseccional de estas violencias, que alzan barreras, impiden autonomías y truncan vidas, en todos los sentidos.
Una de las paradojas típicas de nuestra región es el sobre diagnóstico de los problemas y la debilidad o ausencia de políticas efectivas que reduzcan de manera eficiente, estos dos flagelos, que en realidad, deben abordarse como uno solo: la corrupción no es insensible a los géneros y se ensaña más con quienes son más vulnerables. Así como se habla de la “feminización” o infantilización” de la pobreza y la exclusión, es hora de asumir que hay una “generización negativa de la corrupción” y que esta debe ser foco de intervención urgente, porque no estamos hablando simplemente de un problema institucional o exclusivamente de dineros públicos apropiados para intereses privados. La corrupción mata –física y socialmente- y mata más a las mujeres y las personas LGTBIQA+, mata más a las niñas y juventudes, mata más si se vive en zonas rurales o si se pertenece a grupos indígenas y mata más si se vive con discapacidad. ¿Cómo lo hace? Restando recursos para servicios públicos, negando acceso a derechos humanos fundamentales y a protecciones sociales básicas, desamparando por ausencia de seguridad urbana y de acceso a la justicia a quienes más precisan protección para vivir y seguir viviendo.
Y si las debilidades de nuestros Estados son innegables, esto no es un callejón sin salida. Latinoamérica es también grupos, comunidades y colectivos que se saben titulares de derechos y que luchan por ellos. Es también liderazgos que, desde diferentes rincones, adscripciones y experiencias, saben que los recursos públicos son de las personas y no de los gobiernos. Y saben también de la potencia de la acción colectiva y las sinergias como formas de derribar brechas de desigualdad en todas sus formas y conquistar nuevos derechos.
En este caso, el control de la sociedad sobre los impactos diferenciales y negativos de la corrupción según géneros, debe ser el horizonte de incidencia para las agendas tanto del activismo anticorrupción como del activismo de géneros, diversidad e inclusión. Y para eso, no sólo se necesita acción colectiva sino también evidencias empíricas, consolidación de perspectivas compartidas y hojas de rutas para la construcción de políticas públicas nacionales y regionales que reduzcan los impactos negativos del cruce entre corrupción y géneros.
Construir esa ruta crítica demanda mapear y evaluar, en primer lugar, los compromisos asumidos por los Estados de nuestra región en estos dos campos, tanto a nivel nacional como regional. Asimismo, requiere de evidencia empírica sobre los avances y deudas de esos compromisos, desde la mirada de la sociedad civil latinoamericana. Y finalmente, exige hacer visibles los efectos e impactos específicos de la corrupción entre quienes son más vulnerables. Si estas pandemias dependen de la opacidad, nuestra meta debe ser hacerlas tan visibles que no puedan ser más negadas.
Los gobiernos latinoamericanos en la Cumbre de las Américas 2018 se comprometieron explícitamente a “Promover la equidad e igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres como objetivo transversal de nuestras políticas anticorrupción, mediante un grupo de trabajo sobre liderazgo y empoderamiento de las mujeres que activamente promueva la colaboración entre instituciones interamericanas y la sinergia con otras agencias internacionales”. Si bien es un enorme avance contar con un compromiso específico sobre corrupción y géneros, es preciso advertir que se enfrenta un enorme desafío: su formulación es excesivamente amplia, lo que lo vuelve poco exigible y no cuenta con la apertura e indicadores específicos que sí aparecen en otros compromisos. A esto se suma que los avances, desde 2018 son escasos a pesar de su postulación. No obstante, este compromiso es a la vez una meta y una línea de base para que la sociedad civil latinoamericana pase a la acción, ejerciendo su derecho al seguimiento de los asuntos públicos, monitoreando normativas, capacidades técnicas, humanas y presupuestarias disponibles para la implementación de las políticas públicas anticorrupción, de géneros y su entrecruzamiento.
La sociedad civil y sus liderazgos tienen una posición privilegiada para promover y exigir políticas públicas anticorrupción comprometidas con la igualdad y la equidad de géneros, diversidad e inclusión, desde perspectiva de derechos. Para el diverso y rico abanico de fuerzas sociales y organizaciones de la sociedad civil de nuestra región, el horizonte es claro: es nuestro derecho como habitantes de América Latina, tener Estados íntegros, inclusivos y comprometidos en erradicar toda brecha de géneros y diversidad.
Los remedios para estas pandemias ocultas nos pertenecen: son la demanda de transparencia y rendición de cuentas, la participación ciudadana y el derecho al control cívico de la gestión pública. Esto nos empodera para pensar y exigir que América Latina se comprometa con la lucha anticorrupción y la igualdad y equidad de géneros y diversidad. Nuestra región será así, o no será.